Multas de tráfico
Por: Colaborador
Cuenta la anécdota que un oficial de tránsito detuvo a una persona que se saltó un semáforo en rojo. Cuando el oficial le pregunta porqué lo hizo, el interpelado responde: "es que no lo vi". Y, ante la cara de incredulidad del policía, añade: "no lo vi a usted"...
Andrés Ocádiz Amador Cuántos de nosotros nos reímos pero, a la vez, sabemos que el infractor bien podríamos ser nosotros mismos. "Si nadie me ve, o nadie es perjudicado –decimos– me puedo saltar las leyes". Pero, ¿de verdad puedo hacer tal cosa? Por definición, una ley es "un precepto dictado por la autoridad competente en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y el bien de los gobernados" (Diccionario de la RAE). Puesto que "va en consonancia con la justicia y el bien", todos estamos obligados a cumplirla e, incluso, nos conviene hacerlo. De hecho, vemos muchas leyes que claramente procuran nuestro bien, por ejemplo, la educación debe ser gratuita y obligatoria. Todos comprendemos que esta ley es justa y buena, y, por lo mismo, es conveniente que sea observada sin dilación. Nadie tiene problemas con este tipo de leyes, porque sabe que le producirán un bien, de modo que se somete a ellas con sinceridad y hasta con cierto agrado. Pero hay un segundo tipo de leyes que no son ni buenas ni justas. Tomemos el caso del aborto. Sé que el aborto está mal, y porque una ley me permita (y en algunos países hasta me obligue) abortar, puedo negarme a obedecer, porque va en contra de la ley natural que me dice "no mates". Los Estados pueden hacer leyes incorrectas, y es en estos casos cuando podemos recurrir a la objeción de conciencia y no someterse, porque la ley no está respetando ni el bien ni la justicia. Gracias a Dios hay decenas de testimonios de jueces, médicos, políticos o personas particulares que han perdido una buena posición laboral por negarse a aceptar el aborto, las uniones homosexuales o la eutanasia. Y, paradójicamente, no cumpliendo la ley (este tipo de leyes) están haciendo lo correcto. Pero llegamos, finalmente, a un tercer tipo de leyes que nosotros mismos calificamos de "opcionales". Y el mejor ejemplo de todos es la normativa de tránsito. Si no viene nadie, si no me ven, si no estorbo, etc., me salto la norma. Y muchos nos preguntamos: si voy conduciendo a las 12:00 de la noche en una vía absolutamente vacía, ¿por qué tengo que detenerme ante el semáforo en rojo? Si nos dejamos llevar por el pragmatismo, haremos caso omiso del semáforo sin ninguna consideración; pero San Pablo nos ofrece la respuesta: "Someteos todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios" (Rm. 13, 1). Habrá quien objete "entonces, Dios quiere el aborto". Pero no es así. Si bien toda autoridad proviene de Dios, la autoridad continúa siendo libre y puede usar mal el poder recibido. Cristo mismo, a pesar de estar siendo acusado falsamente, se sometió a Poncio Pilato, pero recordándole que "no tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto" (Jn. 19, 11). Dios quiere que nos sometamos a las autoridades establecidas y cumplamos las leyes, siempre y cuando estas no vayan contra el derecho divino o natural; y nos dio el ejemplo en su mismísimo Hijo. Podríamos decir que, más que una obligación judicial, se trata de una obligación amorosa. Es decir, respeto el semáforo en rojo porque Dios me lo pide y yo quiero agradar a Dios. El ejemplo de los primeros cristianos es aplastante. Ellos no sólo cumplían con las leyes de la Roma imperial, sino que, además, eran quienes mejor la observaban: pagaban sus impuestos, respetaban el orden público, acataban sus deberes públicos y políticos, etc. La única ley que desobedecieron fue la de adorar al emperador, porque dicho mandato ofendía los derechos de Dios, no era justa. Tan ejemplares eran en esto, que se decía de ellos "los cristianos obedecen todas las normas, pero con su modo de vivir las trascienden" (Carta a Diogneto). Y era precisamente este testimonio el que atraía a los paganos a la fe cristiana. Concluyendo, podríamos decir que, más que de una imposición externa, se trata de fidelidad, detalle y cariño con Dios. Estas normas y leyes "opcionales" el cristiano las respeta porque ama a Dios y quiere darle gusto, porque sabe que está dando un buen testimonio, porque está colaborando a que nuestro mundo sea más humano, más amable, más bueno. No me fijo si me ve o no el oficial para cumplir; cumplo porque sé que Dios me ve.